Archivos de la categoría Etiquetas

El diagnóstico, esa certeza.


Hacía un tiempo que mi amigo Hernesto no se encontraba bien y según pasaban los días se sentía cada vez peor, poco a poco se iba dando cuenta de que los achaques que estaba sufriendo incluso le estaban cambiando un poco el carácter.

Así pues, un buen día, harto ya de estar harto, pidió hora en la seguridad social. Se puso ropa interior limpia, por si acaso, que nunca se sabe, como le decía su madre. Y acudió a su cita cinco minutos antes, para no llegar tarde.

Tres cuartos de hora y cinco personas mayores más tarde se vio en la consulta de su médica de familia. Le contó todas sus dolencias, malestares y preocupaciones y con muy buen criterio, como debe ser, le mandó una analítica.

Y aquí comenzó su odisea particular.

Cuando fue a por los resultados la facultativa se los estuvo explicando, pero como excedían de su ámbito le remitió a un especialista en traumatología. Ya le llegaría la cita.

El traumatólogo le prescribió una batería completa de pruebas.

Al cabo del tiempo este especialista, le remitió al reumatólogo. Quien después de realizarle sus pruebas complementarias, acabó por remitirle al psiquiatra.

Este último, acabó concluyendo que lo que tenía mi amigo era el síndrome de Hernesto. Una enfermedad poco común, pero que no iba a impedir su normal funcionamiento social, personal, espiritual, familiar o laboral.

Pidió una segunda opinión…

Me puedo imaginar un poco lo que tendría que padecer cualquier persona que se encontrara en una situación parecida. Aproximadamente un año entre citas, pruebas, resultados y más citas y más pruebas y resultados.

El hecho de estar tanto tiempo sumido en la incertidumbre y sin saber lo que te pasa, te puede ir generando más y más ansiedad y la aparición de pensamientos catastrofistas que se suelen presentarse sin previo aviso a cualquier hora del día o de la noche, hasta el punto de poder tener un par de ataques de pánico.

Como poco.

Y todo ese tiempo sin un tratamiento específico que pudiera tratar la causa de su problema.

Los profesionales se limitan necesariamente y en el mejor de los casos, a ir tratando los síntomas que vayan apareciendo.

Esto es algo parecido a lo que han tenido que sufrir muchas personas aquejadas de síndrome de fatiga crónica o las que padecen fibromialgia. O las que padecen una enfermedad rara. O bastantes otras, cada uno tal vez podría aportar un ejemplo.

Cuando por fin te dan un diagnóstico ya pueden ponerte un tratamiento específico. Eso es válido para cualquier profesional de la salud.

Si no hay diagnóstico no se sabe contra qué hay que enfrentarse.

Y no nos confundamos, el diagnóstico no se limita solo a la enfermedad. Es aplicable tanto al motor de tu coche o a la salud de tu lavadora como a las altas capacidades intelectuales infantiles (por suerte o por desgracia aún no se diagnostican altas capacidades artísticas, creo).

Eso sí, cuando ya tienes el diagnostico la incertidumbre desaparece. Independientemente de lo grave que pueda llegar a ser.

Y puede resultar hasta tranquilizante. Te aporta serenidad. Ya no hay vuelta de hoja. Eso es lo que me está pasando. Y ya lo se. Fuera incertidumbre.

Y posiblemente esa tranquilidad, esa serenidad, esa certidumbre podría ser el lugar de donde las personas pueden sacar la energía necesaria para empezar a prepararse para afrontar la siguiente etapa: superar el diagnóstico, superar el problema, si es posible. Pero al menos, intentarlo.

Sin embargo, existe una especie de pequeña aldea poblada de irreductibles galos que se atrincheran en su diagnóstico y a partir de aquí ya no hay quien los mueva.

Absolutamente para todo (tanto para sus conductas problemáticas, como para su alopecia o su halitosis) la respuesta más habitual suele ser: es mi diagnóstico, es que soy… X. Soy así y ni puedo ni quiero cambiar. Es algo así como su salvoconducto para justificarlo todo: «soy borde porque tengo este diagnóstico, así que no soy borde, soy un pobre enfermito». Lo mismo le puede sonar a alguien…

No. De momento no pienso ponerle nombre al «diagnóstico», pero seguro que sin mucho trabajo puede salir más de uno.

Suelen usarlo como su tarjeta de visita, y te lo sueltan casi antes que su nombre cuando se te presentan.

El diagnóstico, en realidad no es más que otra etiqueta. Muy útil, sin duda. Absolutamente necesario. Pero etiqueta.

Y limitarse a ser lo que pone en una etiqueta, suele ser un error.

Esta, es solamente una opinión.

¿Qué tal si recopilamos otras?

Etiquetas

Cuando uno hace la compra en un supermercado apenas si llega a ser consciente de la cantidad de información que le rodea. Con un sólo vistazo ya sabemos donde está lo que estamos buscando, o podemos encontrar algo nuevo que puede que nos sorprenda, o localizar aquello que no tocaríamos ni con un palo de un metro.

¡Y todo gracias a las etiquetas!

Son tremendamente útiles, depositamos nuestra confianza en ellas. No conviene encontrar algo tóxico en un tarro de mermelada de tomate. Lo que pone en la etiqueta es lo que hay dentro. En el fondo aportan un plus de tranquilidad y resultan hasta reconfortantes. No hay nada mejor que las etiquetas.

Ahorran tiempo y esfuerzo, y probablemente tienen un montón de ventajas más.

Pero las etiquetas no se quedan en las estanterías del «súper». Nos acompañan en cada paso que damos y no se limitan solamente a unas pocas cosas… Las hay por todas partes. Para nuestra tranquilidad.

Las vemos en muchísimos lugares, en calles, barrios, pueblos o ciudades. Qué bueno es entrar a comprar un par de calcetines y no tener que ir preguntando por ahí en cuál de todas las puertas abiertas e idénticas pudiera encontrarlos.

Incluso las usamos con las personas, tanto con los demás como con nosotros mismos. La etiqueta sirve como forma de reconocer quién es de los míos y quién es de los otros, no vaya a ser que resulten peligrosos…

Las primeras etiquetas pudieron haber sido: yo, para diferenciarme de ti, mi familia, mi tribu, o tal vez mi pueblo, para poder distinguirse de otras familias, tribus o pueblos. Y resultó utilísimo, porque lo importante de la etiqueta, es que coincida con lo que hay dentro.

Y supongo que así comenzó la revolución de las etiquetas, que llega hasta ahora mismo (no importa mucho cuándo leas esto).

Lo curioso del caso es que casi le damos más importancia a la etiqueta que a lo que realmente hay dentro. Damos por sentado que las etiquetas están bien puestas y que no hay problemas con el etiquetado.

Un pequeño problema que le veo a todo esto es que a veces las etiquetas se quedan cortas, y otras han ido adquiriendo un significado incorrecto… como cuando identificamos demencia con locura…

O como cuando identificamos a una persona por un sólo aspecto de ella, probablemente con el menos significativo, para definir a esa persona pero consideramos que eso es lo único que se necesita.

Hace algún tiempo tuvimos que ingresar a mi padre, alguien del equipo de urgencias dijo «es un EPOC». Recuerdo que me molestó muchísimo, porque yo no soy hijo de una Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica. Puede que en el contexto de un hospital tenga sentido. Y, más que probablemente, resulte útil, pero fuera de él me resulta un despropósito.

Tengo una amiga que es diabética. Y si leyera esto seguramente me contestaría, con toda la razón, que ella no ES diabética. Tiene, o padece diabetes.

Ella no se identifica como persona por un único aspecto de si misma, casualmente poco positivo. Ella no se define por su trastorno metabólico.

Identificar, definir a alguien por uno de estos aspectos es colocarle un estigma que le va a acompañar toda su vida. Y ya se sabe, lo que hay en la etiqueta, es lo que hay dentro.

También tengo otra amiga que dice que ES Paralítica Cerebral Infantil. No quiero ni pensar lo que ha debido de sufrir para encontrar seguridad en su etiqueta, en su estigma. Y mira que le he dicho veces que TIENE una parálisis cerebral, pero no ES una paralítica. Pero ni caso: practica natación, es actriz de teatro, poeta, lectora compulsiva, novia amantísima, rebelde… ES una mujer luchadora… con una determinada discapacidad. (Esperemos que cambie de perspectiva pronto).

Puede resultar una tontería pero cuando leo «los niños discapacitados» o cualquier otra cosa parecida, se me llevan un poquito los diablos, porque NO HAY niños discapacitados, o si se quiere de otra manera: todos hemos sido discapacitados cuando niños. Todos hemos pasado por una etapa, más o menos larga en la que no nos valíamos por nosotros mismos. Nos tenían que dar de comer, desplazarnos de un sitio a otro e incluso limpiarnos el culete. Los niños CON algún tipo de discapacidad son niños con las mismas necesidades que todos los niños y con todas las inquietudes que tienen todos los niños.

Hay que tener un poquito de cuidado con las etiquetas, si, son muy útiles. Pero no debemos confundir a la persona con la etiqueta que lleva puesta. Si nos limitamos a leer la etiqueta y no profundizamos en lo que hay dentro de verdad, probablemente nos estemos perdiendo el 99,99 % de lo que es realmente esa persona, y lo que es peor, nos estamos perdiendo un poco a nosotros mismos… porque ¿realmente sabes qué pone en la etiqueta que leen los que están a tu alrededor? Y si lo sabes ¿te gusta esa etiqueta?

Si estás conforme con lo que pone, no hay problema. Sigue adelante con ella.

Pero recuerda que la etiqueta es necesariamente incompleta y a veces, muchas más veces de lo que sería necesario, separa más que une. No te quedes en la mera etiqueta. Profundiza en la persona que la lleva. Lo mismo  descubres otras etiquetas pequeñitas que seguro que tiene por ahí en el interior y que te gustan más.

Pero recuerda que tú no eres la etiqueta, seguro que, por dentro eres mucho más de lo que dice.